AP.- En Comachuén, una comunidad indígena purépecha de alrededor de diez mil habitantes enclavada en lo alto de las montañas de pinos de Michoacán, todos sobreviven gracias al dinero que envían los migrantes que trabajan en Estados Unidos, las remesas.
Estos recursos permitieron que las familias pudiesen comer cuando la venta de madera cayó drásticamente hace una década al empezar a escasear el pino. El dinero ha permitido también que se queden en Comachuén en lugar de irse a otras partes del país en busca de trabajo. Eso, y el hecho de que los niños pasen gran parte del año con sus madres y abuelos, ha ayudado a preservar la lengua purépecha entre casi todos los habitantes del pueblo.
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Las telas tradicionales, la carpintería y la construcción siguen vivos gracias en parte a que esas empresas están financiadas por los migrantes que mandan dinero para construir sus casas. Muchas otras cosas \u2014 la iglesia, la plaza de toros, las donaciones benéficas \u2014 están costeadas por ellos.
El gobierno federal cree que las remesas del año pasado superarán por primera vez los 50 mil millones de dólares. Pero la capacidad que tienen esos envíos para permitir que las familias puedan sobrevivir o progresen lo suficiente para que sus hijos no tengan que emigrar varía, en un reflejo de los planes y perspectivas de cada persona.
Las frías mañanas de invierno en Comachuén son un regreso a otra época. Los hombres están de regreso en el pueblo por el paro estacional del trabajo agrícola en Estados Unidos.
Muchos de los migrantes de Comachuén obtienen una visa de trabajo temporal H2A, mientras que otros van sin la documentación en regla. Cientos de hombres de aquí trabajan cada año en la misma plantación de hortalizas en el norte del estado de Nueva York, plantando cebollas y recolectando calabazas, coles y frijoles. Porfirio Gabriel, un organizador que recluta personal para ir al norte, estima que solo esa empresa ha llevado cinco millones de dólares al pueblo en tres años, siendo de lejos su mayor fuente de ingresos.
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Tranquilino Gabriel, un apellido muy común en la localidad, torneaba husillos decorativos de madera en un torno primitivo. Es una labor que hace cuando no está trabajando en Estados Unidos, para mantener vivo un negocio familiar de varias décadas. Los 5 pesos que recibe por cada pieza son apenas un ingreso extra.
Gabriel está resignado a trabajar en Estados Unidos mientras pueda. Envía a casa unos 7 mil 500 dólares anuales que gana trabajando en el campo. Ese dinero se usa fundamentalmente para costear la educación de sus hijos y pagar la matrícula de una universidad privada para que su hijo mayor pueda ser enfermero.
Su esperanza es que sus hijos tengan educación universitaria y no tengan que emigrar. "Estoy pagando los estudios de mis hijos, para que ellos no tengan que hacer lo que hicimos nosotros", afirmó.
Omar Gabriel, de 28 años, vende arena, grava, cemento y barras de refuerzo a los migrantes que construyen o amplían sus casas en Comachuén con el dinero que ganan en el país vecino. Gabriel, uno de los migrantes más jóvenes y mejor formados, estudió contabilidad en una universidad cercana. Sus planes no incluyen ir siempre al norte a plantar cebollas cada primavera.
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El dinero que obtiene de la agricultura en Estados Unidos lo dedica a ampliar la empresa familiar, Don Beto Materials, y a pagar para la carrera de arquitectura de su hermano menor. La familia acaba de comprar una topadora de segunda mano con lo que ganó al norte. Antes, habían adquirido un camión con volqueta.
"Mi meta es trabajar cinco años más (en Estados Unidos) para hacer el capital para echar a nadar el negocio bien", como una constructora que ofrezca todos los servicios, desde los planos y la excavación, a la obra, explicó.
Pero aunque Gabriel pueda dejar de emigrar algún día, parece que su negocio dependerá siempre de un flujo constante de clientes migrantes con dólares en los bolsillos.