La reciente reforma constitucional que amplía el catálogo de delitos que ameritan prisión preventiva oficiosa en México —aprobada esta semana en la Cámara de Diputados— es un síntoma alarmante del romance peligroso que nuestra sociedad ha entablado con el populismo punitivo. Este fenómeno, que se alimenta del miedo y la frustración ciudadana ante la inseguridad y la impunidad, amenaza con socavar los cimientos mismos del Estado de derecho y los principios fundamentales que deben guiar nuestro sistema de justicia penal.
El populismo punitivo se caracteriza por promover soluciones simplistas y drásticas a problemas complejos, ofreciendo la ilusión de seguridad a través del endurecimiento de las penas y la restricción de derechos y garantías procesales. En este contexto, la ampliación de la prisión preventiva oficiosa se presenta como una medida eficaz para combatir la delincuencia, cuando en realidad representa un retroceso significativo en materia de derechos humanos y justicia.
La prisión preventiva oficiosa, que debería ser la excepción y no la regla, se ha convertido en una herramienta de castigo anticipado que vulnera el principio de presunción de inocencia. Al ampliar el catálogo de delitos que la ameritan (hasta los relacionados con hechos fiscales), se incrementa el riesgo de que personas inocentes sean privadas de su libertad sin una sentencia condenatoria, perpetuando así un sistema que penaliza la pobreza y la marginación social. Es un acto de injusticia que castiga antes de juzgar, que condena sin escuchar, y que olvida que la justicia verdadera no puede edificarse sobre los cimientos de la arbitrariedad.
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Es preocupante que, en lugar de fortalecer las capacidades investigativas y el sistema de procuración de justicia, se recurra a medidas punitivas que no abordan las causas estructurales de la criminalidad. La sobrepoblación en los centros penitenciarios, la reincidencia y la falta de programas efectivos de reinserción social son problemas que este enfoque punitivo no sólo no resuelve, sino que agrava. Estamos construyendo más cárceles en lugar de más escuelas, invertimos en barrotes en vez de en oportunidades, y esa es una fórmula destinada al fracaso.
Además, la idea de elegir a los jueces por voto popular, que ha ganado adeptos en ciertos sectores, añade una capa más de peligrosidad al panorama. La independencia judicial es un pilar fundamental en cualquier democracia que aspire a ser justa y equitativa. Someter a los jueces al escrutinio electoral los expone a las presiones políticas y al vaivén de las mayorías, poniendo en riesgo su imparcialidad y autonomía. Un juez que debe su cargo al voto popular puede verse tentado a dictar sentencias populares, pero no necesariamente justas.
La elección popular de jueces puede parecer, a primera vista, una forma de democratizar el sistema de justicia. Sin embargo, en la práctica, podría conducir a que las decisiones judiciales se basen en criterios populistas o en el afán de complacer a la opinión pública, en lugar de en la aplicación objetiva de la ley y la protección de los derechos fundamentales. La justicia no debe ser una carrera de popularidad ni un concurso de simpatías; debe ser un baluarte de objetividad y equidad.
Esta combinación de populismo punitivo y politización de la justicia configura un escenario peligroso para el respeto de los derechos humanos y el debido proceso. La tentación de sacrificar libertades en aras de una supuesta seguridad es grande, pero debemos recordar que las soluciones fáciles rara vez son las correctas. La historia nos ha enseñado que los atajos en materia de justicia suelen conducir a abismos de injusticia.
Es momento de hacer una pausa y reflexionar sobre el rumbo que estamos tomando como sociedad. La demanda legítima de mayor seguridad no debe traducirse en la adopción de políticas que vulneren los derechos humanos y debiliten el Estado de derecho. En lugar de ello, debemos exigir el fortalecimiento de las instituciones, la profesionalización de los cuerpos policiales, la modernización de los sistemas de investigación y la implementación de políticas públicas que aborden las causas profundas de la delincuencia.
La justicia no puede ser fruto de la venganza ni del populismo. Debe ser el resultado de un proceso imparcial, transparente y respetuoso de los derechos de todas las personas, incluyendo aquellas acusadas de cometer delitos. Sólo así podremos construir un sistema penal verdaderamente justo y eficaz, que no sacrifique los principios democráticos en nombre de una seguridad ilusoria. La seguridad auténtica se construye con justicia, no con represión; con oportunidades, no con cárceles.
En conclusión, la ampliación de la prisión preventiva oficiosa y la propuesta de elegir a los jueces por voto popular son reflejos preocupantes de un populismo punitivo que amenaza con erosionar las bases de nuestra democracia y los derechos fundamentales que nos definen como sociedad. Debemos resistir la seducción de soluciones fáciles y comprometernos con la construcción de un sistema de justicia que, sin dejar de ser firme frente al delito, respete los principios del debido proceso y la presunción de inocencia. La justicia verdadera no es la que castiga más, sino la que castiga mejor, con respeto a la ley y a los derechos de todos.
Apostemos por una justicia que sea realmente ciega, no por indiferencia, sino por imparcialidad. Una justicia que no se deje seducir por los cantos de sirena del populismo punitivo, sino que se mantenga firme en los principios que deben regirla. Sólo así podremos dar un verdadero home run en la construcción de un México más justo y equitativo para todos.
Así, en espera de ver cómo terminará esta historia, nos leemos la próxima semana. Mientras tanto, te espero en X (antes Twitter) como @enrique_pons.